MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATINOAMERICANO

Por: Plini Apuleyo Mendoza


Cualquier observador objetivo que se sitúe en 1945, año en que termina la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos es, con mucho, la nación más poderosa de la tierra, puede comprobar cómo, mientras aumenta paulatinamente la riqueza global norteamericana, disminuye su poderío relativo, porque otros treinta países ascienden vertiginosamente por la escala económica. Nadie se especializa en perder. Todos (los que hacen bien su trabajo) se especializan en ganar. En 1945, de cada dólar que se exportaba en el mundo, cincuenta centavos eran norteamericanos; en 1995, de cada dólar que se exporta sólo veinte centavos corresponden a Estados Unidos. Pero eso no quiere decir que algún país se ha aprovechado injustamente de los norteamericanos y lo desangra, puesto que los estadounidenses son cada vez más prósperos, sino que ha habido una expansión de la producción y del comercio internacional que nos ha beneficiado a todos y ha reducido (saludablemente) la importancia relativa de Estados Unidos.

El idiota latinoamericano alza la voz diciendo dos cosas:  primero —«nos roban nuestras riquezas naturales»— es mucho más popular que el segundo: los países ricos «ganan» más consumiendo que América Latina vendiendo. Y como la segunda parte de la proposición luego se reitera y explica, concretémonos ahora en la primera. Vamos a ver: supongamos que los evangelios del idiota latinoamericano se convierten en política oficial de América Latina y se cierran las exportaciones del petróleo mexicano o venezolano, los argentinos dejan de vender en el exterior carnes y trigo, los chilenos atesoran celosamente su cobre, los bolivianos su estaño, y colombianos, brasileros y ticos se niegan a negociar su café, mientras Ecuador y Honduras hacen lo mismo con el banano. ¿Qué sucede? Al resto del mundo, desde luego, muy poco, porque toda América Latina apenas realiza el ocho por ciento de las transacciones internacionales, pero para los países al sur del Río Grande la situación se tornaría gravísima. Millones de personas quedarían sin empleo, desaparecería casi totalmente la capacidad de importación de esas naciones y, al margen de la parálisis de los sistemas de salud por falta de medicinas, se produciría una terrible hambruna por la escasez de alimentos para los animales, fertilizantes para la tierra o repuestos para las máquinas de labranza. Incluso, si los ingenuos que comparten el análisis anti – globalización fueran consecuentes con el humanismo que sustentan, bien pudieran llegar a la conclusión inversa: dado que América Latina importa más de lo que exporta, es el resto del planeta el que tiene sus venas merced del aguijón de los hispanoamericanos. De manera que sería posible montar un libro en sentido contrario en el que apasionadamente se acusara a los latinoamericanos de robarles las computadoras y los aviones a los gringos, los televisores y los automóviles a los japoneses, los productos químicos y las maquinarias a los alemanes y así hasta el infinito.

Por otra parte, según los ingenuos, los países ricos «ganan consumiéndolos (los productos latinoamericanos) mucho más de lo que América Latina produciéndolos». ¿Cómo realizan ese prodigio? Muy fácil: gravan a sus consumidores con impuestos que aparentemente enriquecen a la nación. Evidentemente, aquí estamos ante dos ignorancias que se superponen y procrean una tercera. Por un lado, no pueden de entender que si los latinoamericanos no exportan y obtienen divisas a duras penas podrán importar. Por otro, no se da cuenta de que los impuestos que pagan los consumidores de esos productos no constituyen una creación de riqueza, sino una simple transferencia de riqueza del bolsillo privado a la tesorería general del sector público, donde lo más probable es que una buena parte sea malbaratada, como suele ocurrir con los gastos del Estado. Pero más ignorante resulta creer que los impuestos que se le cobran al empresario cumplen un papel «enriquecedor» para el Estado que los asigna,  ni siquiera son capaces de descubrir que la función de esos gravámenes no es otra que disuadir las importaciones. Es decir, constituyen un claro intento de disminuir el flujo de capital que viene del resto del mundo, porque, aunque el idiota latinoamericano no sea capaz de advertirlo, nuestra tragedia no es que se aprovechen de nosotros las naciones desarrolladas sino que nosotros somos incapaces de aprovecharnos de ellas. No tenemos suficientes cosas que vender en el exterior. No producimos lo que debiéramos en las cantidades que serían deseables.

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